martes, 1 de agosto de 2017

Siguiente destino: Santa María de Nieva


Después de pasar la primera parte de mi voluntariado en Chiriaco, llegamos a Santa María de Nieva.
Las niñas empiezan unas vacaciones de tres semanas y nosotras nos desplazamos a Nieva para permanecer allí con el SAIPE, una organización agropecuaria dirigida por los jesuitas y que se creó a petición del pueblo awajún para poder formarse y encontrar una alternativa al cultivo de la cocaína.
Llegar aquí desde Chiriaco fue una aventura difícil de explicar. Tres horas y media de camino en estas carreteras de selva es un viaje interminable El paisaje es espectacular, una sucesión de verdes sin fin, árboles de todo tipo, plantas de hojas gigantes, que hacen recordar los pasajes de las novelas fantásticas de Julio Verne, arroyos más o menos caudalosos que saltan sin respetar la línea de la  frágil e insignificante carretera que se abre un camino fatigoso a través de la selva, unas veces cerca del río y otras perdidos en el espesor de la propia vegetación.


Desde primeras horas de la mañana, jirones de niebla suavizaban, sin llegar a ocultar la exuberancia de este paisaje tan impresionante que me hace sentir tan pequeña. Como velos enormes cubren y desvelan picos, valles y un horizonte verde infinito. El estado de la carretera, continuamente deteriorada por los deslizamientos de tierras y por los destrozos que los propios camiones hacen de ella una pista sinuosa, llena de obstáculos por la que nuestro conductor, a cuyo lado me instalé en este viaje, preguntaba: “¿Cómo es España? ¿Es como acá?¿Ustedes tienen selvas como esta?¿Cómo son allí los carros?¿Se maneja como aquí?¿Qué comen?¿Tienen yuca?......y un sinfín de curiosidades más que yo le iba respondiendo como podía, sin dejar de mirar el decorado en el que nos desplazábamos y esos obstáculos que hacían que zigzagueara nuestro coche como una atracción de feria.
La conducción en Perú se realiza a  base de claxon, como si hubiera una conexión entre este y los pedales: si el conductor frena, suena el claxon, si acelera, también. Tres horas de camino dan paras incontables acelerones y frenazos: nunca he visto más pavos volar para apartarse de nuestro paso, gallinas despegando como si fueran  albatros, chanchos, que es como llaman aquí a los cerdos: los hay enormes, rosados y lentos y pequeñitos con manchas oscuras y ágiles , apartándose y refunfuñando. Patos cenicientos y ruidosos con un reborde rojo carnoso en la base del pico y una extraña cresta, niños sucios que corretean sin temor al tráfico sujetándose con una mano los calzones que se les van cayendo mientras agitan la otra para decirnos adios, mujeres cargando canastas llenas de frutos silvestres y yuca, niñas acarreando haces de hierbas, hombres de  aspecto cansado con su inseparable machete al hombro,…y en dos ocasiones caballos, animal no muy frecuente por aquí según me decía el conductor. Y no me extraña pues de tan escuálidos y maltrechos que estaban, a su lado Rocinante hubiera parecido un apuesto corcel.

Toda esta carrera de obstáculos, agravada por el estado de la carretera, hizo que una de las niñas que viajaban atrás vomitara incontables veces y Diana tuviera que hacer de cuidadora y proveedora de bolsas y aire. Y yo no me escapé, en una de las innumerables curvas, al tiempo que el conductor esquivaba un coche de frente y me preguntaba algo sobre el trabajo en España, no pude mantener el tipo y también devolví mi desayuno a la naturaleza.

La llegada a Nieva fue como llegar a la tierra prometida, saltamos rápidamente del coche, pagamos y nos despedimos del señor y de las niñas que venían desde Chiriaco con nosotras para subir inmediatamente a un mototaxi que nos sacudió como una coctelera sin piedad por una calle  de bolos hasta dejarnos en el lugar en el que habíamos quedado.
Santa María de Nieva, del distrito peruano del Amazonas, nos recibe con una larga calle en su mayor parte de bolos de río, escurridizos y ruidosos que a veces saltan como balas al paso del tráfico,  que acaba, ya convertida en pista de hormigón, en la Plaza de Armas, como se llaman aquí todas las plazas importantes de cada municipio. Algunas calles son más transitables pero la mayoría están sin asfaltar, y el piso de piedras y barro, se convierte en pista de deslizamiento y campo de obstáculos cada vez que llueve. Me recuerda a esas ciudades de las películas del oeste que se han construido en poco tiempo, sin ningún plan urbanístico ni normas; con una acera (cuando la hay) de maderas para evitar el barro, con negocios pequeños de venta de todo tipo de artículos, juguerías (donde te sirven zumos –o jugos- de sabores) con pequeñas mesas cubiertas por un hule de indefinido color y dibujo, tiendecitas de ropa con maniquíes descoloridos y de anatomías exageradas, vendedores callejeros de canastas de peces, puestos de marcianos y adoquines (chucherías para los niños), mujeres sentadas en el suelo que venden yuca,…


Situada en la confluencia de los ríos Nieva y Marañón, la localidad está dividida por el primero, de manera que todos los días nos toca “bandear” el río, como llaman aquí a cruzar de una orilla a otra. Eso se hace en “pekes”, unas embarcaciones pequeñas, con un motor no muy potente y que, oficialmente sólo están autorizadas para llevar a seis personas, aunque algunas veces se excede esta carga. Al principio cuesta un poco  acostumbrarse a la inestabilidad y al bamboleo que hacen, sobre todo al subir y bajar, pero a la de dos o tres “bandeos” nos convertimos en expertas pasajeras equilibristas. Desde la canoa se ve otra  ciudad, la que construye al borde del río, con muchas de sus casas en un equilibrio inestable sobre una ladera de barro; la ciudad que ha abierto una brecha entre la selva y el torrente de agua que aquí, a causa de las lluvias, puede crecer en poco tiempo. Prueba de ello son algunas casas que dan al río, de las que solo quedan algunas maderas y una ladera como un tobogán marrón. Pero la terquedad del ser humano no tiene límites y construcciones nuevas se ven donde en otro momento, el río ya se cobró su precio llevándose con él los pocos enseres y tablas que aquí forman una casa.
Es difícil saber cuántos habitantes tiene este pueblo, porque al principio su fisonomía engaña. Aparte de esta ciudad “improvisada”, si abandonamos las calles más convencionales, se pueden descubrir los verdaderos barrios de esta zona. Ya hablaré expresamente de los awuajún o awarunas que eran los pobladores de esta zona de la selva antes de la llegada de los españoles, pero ahora sólo quiero hablar de sus construcciones.
Las casas nuevas como he dicho antes, se apelotonan en las orillas del río, son construcciones de madera que empiezan a usar e hormigón y el ladrillo y se rematan con un techo de calamina de color plateado cuando están nuevos y del tono del óxido cuando las primeras lluvias caen sobre ellos. Se talan todos los árboles y las calles quedan desprovistas del verde que tanto abunda por aquí. Pero el awajún construye su casa con una estructura de madera y un techo de yarina, que es la hoja de una palmera muy abundante en estas latitudes. Si la yarina está bien seca y trenzada, el techo es completamente impermeable y si la parte superior se cuida convenientemente, puede durar alrededor de diez años, creando un clima seco y fresco bajo él. Luego, se cierra con maderas alrededor o se deja prácticamente abierto. Aparte, un techado más pequeño mantiene tres palos que se van quemando por la punta para encender el fuego necesario para cocer la yuca o el plátano o cualquier cosa susceptible de ser cocinada. Poco más hay en la casa awajún, que se construye en medio de la selva, rodeada de plantas y árboles que generalmente dan algún fruto comestible. Por eso en los paseos, guiados por María Jesús, una madrileña laica que hace muchos años decidió instalarse en esta zona y vivir como una más, voy descubriendo que hay que recorrer grandes distancias por veredas estrechas para ir encontrando las casas de esos otro habitantes de este pueblo, que gusta de la independencia y que se organiza en comunidades pero dejando mucho espacio entre una familia y otra.
El awajún es recolector, así que sabe aprovechar de la naturaleza todos los recursos que encuentra. Las plantas los alimentan, los curan, les reparan las heridas, les hacen entrar en trance para conectar con sus ancestros o con las fuerzas y los dioses de la naturaleza misma. Pero esto será motivo de otra entrada porque sumergirse en esta zona de la selva amazónica es empezar a vislumbrar una sociedad  y una historia desconocidas para mí hasta ahora.


2 comentarios:

  1. Hola Josefina!! He estado leyéndote y una vez más nos sorprendes con tus brillantes y emocionantes narraciones y con esas descripciones tan detalladas nos transportas a esos exóticos y desconocidos lugares...qué vegetación y qué paisajes!!...preciosos!!
    ¡Cuídate mucho!...Un beso!!

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  2. Menuda experiencias estás viviendo! Y como las relatas con esa maestría dan ganas de seguirte por esas lejanas selvas. Eso sí, yo con mi cámara.
    ¡Cuídate mucho! Besotes!!

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El alma de la Misión