miércoles, 16 de agosto de 2017

El alma de la Misión

En mi anterior entrada os conté cómo es el internado pero apenas hablé de quién vive aquí y cómo funciona todo. Quería reservarlo para hablaros sólo de ellas: de las personas con las que me he encontrado, las monjas, los profesores, los trabajadores, las monitoras,...pero sobre todo de ellas: las niñas.
Institución Escolar Fe y Alegría 62 “San José”; este es el nombre
completo del lugar: un centro de primaria y secundaria, mixto (aunque el número de niñas es muy superior al de niños). Más de quinientos alumnos estudian en él, de los que 430 están en régimen de internado. Algunos niños vienen de muy cerca: del pueblo al otro lado del río y de alguna comunidad tan cercana que permite a las niñas caminar cada día para recibir aquí sus clases. Pero la mayoría son de lejos, tan lejos que a veces tienen días de camino combinando distintos medios: carro (coches que se dedican al transporte de viajeros), colectivos (algo parecido a furgonetas), canoas, y senderos a pie por caminos apenas señalados y en los que a veces tienen que hacer noche en pequeños refugios de hojas que sus propios padres preparan. No suele viajar una niña sola, procuran siempre ir al menos dos y también hay otros padres que vienen a por ellas para que no hagan ese largo recorrido solas.
Cuando los primeros días Diana y yo intentábamos explicarles dónde está España, le decíamos que veníamos de muy lejos, en un viaje en avión que duraba caso doce horas para llegar a Lima, y que luego cogíamos otro avión, un bus, un colectivo,...o sea, que pasábamos mas de dos días de viaje,  nuestra ignorancia de la realidad nos impedía darnos cuenta que no entendían nada de lo que le contábamos. Ellas tardan el mismo tiempo en llegar a sus comunidades y nunca han hecho otro tipo de viaje, y algunas nunca han visto un mapa mundi, por tanto no tienen referencias ni pueden hacerse una idea de lo que estábamos intentando hacerles comprender. Y nosotras también aprendimos.
Teresa
Pues bien, las traen a este lugar porque el internado tiene buena fama o porque los padres son antiguos alumnos y quieren esta educación para sus hijas. También porque es un centro para pobres y además garantiza una enseñanza bilingüe en castellano y awaruna o awuajún, que es el idioma de la mayoría de los indígenas de esta región.
Asunta
El próximo año cumplirán cincuenta años, uno tras otro educando, formando y capacitando a las chicas para que puedan desenvolverse en la vida y siempre animándolas a que continúen estudiando y vayan a la universidad pero aquí eso no es fácil porque la sociedad es muy compleja y las limitaciones económicas son muchas.
Elvira
Son cinco las siervas de San José que llevan el internado: Elvira, la directora, una peruana morena y menuda, de habla y gestos inquietos siempre atenta a todo, sencilla y a la vez, grande. Completamente volcada en la dirección del centro (y estos días en nosotras).
Teresa, la gallega de Cedeira, de conversación inteligente y agudo  sentido del humor, enfermera de profesión y vocación que hace ya casi cuarenta años dejó su ciudad natal, su situación en una familia numerosa acomodada y su casa frente al mar para adentrarse en estas tierras y dedicar gran parte de la vida a estas gentes.
Asumpta, leonesa y la que más años lleva aquí. Camina y habla con una cadencia lenta pero sin detenerse nunca: en todas partes está y a todas las niñas llama por su nombre, conoce a sus familias, sus hermanitos, el lugar en el que viven, su situación, sus dificultades...todo lo sabe y todos la conocen. Sabe mil y una historias sobre la misión porque forma parte de su historia: recuerda cada crecida del río, cada niña, cada familia, cada nacimiento y muerte.

Aurora
Completan la lista Rogelia y Aurora, ambas peruanas y las más jóvenes, que dan un poco de relevo en algunas tareas administrativas y educativas a las demás.

Rogelia
Trabajan aquí también treinta profesores, que llegan cada mañana en la canoa y no se van hasta bien entrada la noche. Y completan el equipo trece personas más como personal de servicio en el internado; estos llevan poco tiempo: hace dos años apenas que el gobierno peruano reconoció la importante labor que la institución da a la comunidad y decidió apoyar contratando a ese personal de servicio que hace lo que hasta ahora hacían sólo ellas; hay cocineras y "promotoras", que son una especie de monitores que acompañan a las niñas a algunas tareas.
Excepto a la hora de dormir, en todo momento se escucha, como ya os decía el otro día, el rumor de voces de niñas, en una actividad que no cesa, perfectamente organizada como una coreografía aprendida que ya apenas necesita de un director para funcionar.

Hace mucho que estas niñas aprendieron todas las tareas para que la misión sea el lugar paradisíaco que es hoy en día. Y cada mañana, después del desayuno, cuando apenas ha amanecido, se distribuyen en grupos, llenándolo todo con la laboriosidad de las hormiguitas pero acompañado de risas y guiños que demuestran que el trabajo es para ellas también un momento de relación y de aprendizaje. En todos los grupos hay niñas mayores y más pequeñas, de modo que todo parece funcionar solo. Las más jóvenes aprenden de las más antiguas y ellas, a su vez, serán las maestras de la siguiente generación de escolares.
Machetes
El pueblo awuajún es por tradición recolector y así ha vivido del bosque durante muchos años pero, a medida que su población va creciendo, es importante que aprenda a cultivar y a criar animales domésticos, para así no esquilmar la fauna autóctona. Hay en la misión gallinas y las niñas se encargan de su cuidado: aprenden a alimentarlas, a cuidar el gallinero, a vigilar los huevos incubados y a recoger los otros.
También hay cuyes, que son unas cobayas muy valoradas en  la gastronomía del Perú. Para ellos recogen el pasto que necesitan cada día y les dan de comer y cuidan sus jaulas.
Los patos también tienen su casita y aunque a los que somos más urbanos nos sorprende, ni ellos ni las gallinas necesitan que nadie les diga que ha llegado la hora de recogerse, ni les indique el camino de sus respectivos refugios y, una vez dentro, se cierran las puertas hasta el día siguiente en que las niñas las abren y salen como los toros en San Fermín, ávidos en busca de insectos, granos, sol y libertad. El estanque es artificial pero alimentado con regatos de agua naturales, de manera que ellas limpian también la entrada porque aquí la vegetación crece sin ningún control.
Cualquier semilla autóctona, arrojada o tirada al suelo, da lugar a una planta. La lluvia de la que hablé el otro día, alternada con un sol fuerte, hace que todo crezca, de modo que, cuando limpian, arrancan de raíz todas aquellas plantas útiles y las llevan a otras partes de la misión para replantarlas de nuevo; aprenden así lo importante de la reforestación y el aprovechamiento de cualquier recurso.
Una de las cosas que más sorprende al principio es verlas con un gran machete en las manos.
Desde pequeños aprenden a manejar grandes cuchillos y en seguida tienes sus  propios machetes. Con ellos podan los árboles, cortan la hierba, recogen frutos,...con una maestría y un dominio que impresiona
Las niñas también aprenden a tejer y es curioso verlas por todas partes, con sus agujas y lanas de colores llamativos, hacen "chompas", que son rebecas de lana, bolsos,...y disfrutan con la relajación que da este trabajo, tanto que a veces en clase, cuando acaban sus tareas, cogen sus agujas y su lana y se ponen a tejer, sin necesidad de mirar la labor, charlando con sus compañeras o atendiendo la explicación de algún ejercicio.

También cosen. En un taller perfectamente equipado, aprenden a confeccionar faldas, vestidos, camisetas, pantalones,...e incluso hacen los uniformes para ellas mismas y para las más pequeñas, dejando, cuando acaba el curso,un buen armario preparado con uniformes para el curso siguiente.
siempre se las ve alegres pero el momento de mayor esparcimiento y en el que más parecen disfrutar es el del baño. Cada día, después de la comida, se despojan de sus uniformes y con un barreño, jabón y su ropa, se dirigen en bloque al río. La misión, como ya dije, está en la orilla del río Chiriaco, que en awajún significa "aguas frías", hay un camino entre la vegetación que todos los días es transitado por cientos de pies, a veces desnudos, que lleva hasta unas escaleras que bajan hasta el agua. Se construyeron estas cuando se levantó un muro para evitar que, en las crecidas del río, se inundara la misión, suceso que ha ocurrido en varias ocasiones. Pues bien, bajando esas escaleras, como una marabunta tecnicolor (se bañan vestidas), entran al río sin miedo alguno, con una destreza admirable, pues la corriente no es fácil de dominar, pero ellas son expertas y nada les asusta. Lleva cada una un barreño de plástico con su ropa y jabón. Como una canoa de juguete lo empujan a cada brazada que dan: alcanzan una zona de piedras que hace una isleta y divide al río en dos y allí lavan su ropa y se asean ellas, se divierten y hacen sus confidencias arrulladas y protegidas por el murmullo del río cuya corriente no cesa nunca. Bañarme con ellas es un placer, les gusta llevarme de la mano, sintiéndose fuertes al proteger esta "apash" rubia que, ellas imaginan, no sabe nadar en sus ríos. Me sientan en las piedras y me tocan el pelo, lo mojan a ver qué le sucede, me tocan la piel, las manos, los pies,...llenas de una curiosidad y una delicadeza infinitas que me arrulla y me hace sentir tan bien que me quedaría siempre aquí

Cuando acaban su quinto curso de secundaria están perfectamente capacitadas para seguir adelante con sus estudios; como su situación económica no es buena (no podemos olvidar que este es un internado para niñas pobres), las que quieren estudiar se van a Jaén o a Chiclayo y allí trabajan en lo que pueden para mantenerse. Me ha sorprendido que el indígena awajún da mucha importancia a la educación, por encima de la seguridad y no es raro ver niñas de comunidades lejanas viviendo solas en poblaciones como Nieva o las que he mencionado antes expuestas a ciertos riesgos.
Si no estudian, suelen formar pareja pronto y los años pasados en este lugar las capacitan para llevar adelante una familia, que al cabo de pocos años, suele ser muy numerosa. Y, en muchas ocasiones, las responsabilidades y el trabajo que genera esta familia, acaba con los sueños que habían ido forjando en los años de internado
Convivir y pasear por el internado es un regalo para los sentidos y las emociones: si al principio de llegar nosotras se mostraban tímidas, al pasar los días y habituarse a vernos a Diana y a mí, se nos presentan tal y como son: alegres, curiosas, educadas y muy muy cariñosas.
Como saben que todo nos sorprende, nos traen gusanos cuando los encuentran, insectos, escarabajos, frutas que cogen en la misión y que son comestibles, semillas que usan para pintar su rostro,...y se ríen con nosotras, como si fuéramos nosotras las niñas y ellas las adultas. Y en cierto modo es así, porque aquí
ellas son nuestras maestras y a nosotras nos encanta todo lo que nos enseñan.
Las reticencias del principio dieron paso a un despliegue de abrazos,besos que te recargan por dentro y te hacen sentir afortunada por haber llegado a este paraíso y ser, no sólo  admitidas, sino también integradas en su vida.
Estar aquí es tener la suerte de poder revivir mi pasada infancia y recordar aquel tiempo en que éramos tan pobres que no teníamos juguetes y teníamos que jugar en la calle con los amigos. Era tan pobre que, al acostarme, cuando no tenía sueño, ni artilugios electrónicos, leía e imaginaba las historias que me hicieron un día dejar de mira  el espejo y pasar al otro lado.

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martes, 1 de agosto de 2017

Siguiente destino: Santa María de Nieva


Después de pasar la primera parte de mi voluntariado en Chiriaco, llegamos a Santa María de Nieva.
Las niñas empiezan unas vacaciones de tres semanas y nosotras nos desplazamos a Nieva para permanecer allí con el SAIPE, una organización agropecuaria dirigida por los jesuitas y que se creó a petición del pueblo awajún para poder formarse y encontrar una alternativa al cultivo de la cocaína.
Llegar aquí desde Chiriaco fue una aventura difícil de explicar. Tres horas y media de camino en estas carreteras de selva es un viaje interminable El paisaje es espectacular, una sucesión de verdes sin fin, árboles de todo tipo, plantas de hojas gigantes, que hacen recordar los pasajes de las novelas fantásticas de Julio Verne, arroyos más o menos caudalosos que saltan sin respetar la línea de la  frágil e insignificante carretera que se abre un camino fatigoso a través de la selva, unas veces cerca del río y otras perdidos en el espesor de la propia vegetación.


Desde primeras horas de la mañana, jirones de niebla suavizaban, sin llegar a ocultar la exuberancia de este paisaje tan impresionante que me hace sentir tan pequeña. Como velos enormes cubren y desvelan picos, valles y un horizonte verde infinito. El estado de la carretera, continuamente deteriorada por los deslizamientos de tierras y por los destrozos que los propios camiones hacen de ella una pista sinuosa, llena de obstáculos por la que nuestro conductor, a cuyo lado me instalé en este viaje, preguntaba: “¿Cómo es España? ¿Es como acá?¿Ustedes tienen selvas como esta?¿Cómo son allí los carros?¿Se maneja como aquí?¿Qué comen?¿Tienen yuca?......y un sinfín de curiosidades más que yo le iba respondiendo como podía, sin dejar de mirar el decorado en el que nos desplazábamos y esos obstáculos que hacían que zigzagueara nuestro coche como una atracción de feria.
La conducción en Perú se realiza a  base de claxon, como si hubiera una conexión entre este y los pedales: si el conductor frena, suena el claxon, si acelera, también. Tres horas de camino dan paras incontables acelerones y frenazos: nunca he visto más pavos volar para apartarse de nuestro paso, gallinas despegando como si fueran  albatros, chanchos, que es como llaman aquí a los cerdos: los hay enormes, rosados y lentos y pequeñitos con manchas oscuras y ágiles , apartándose y refunfuñando. Patos cenicientos y ruidosos con un reborde rojo carnoso en la base del pico y una extraña cresta, niños sucios que corretean sin temor al tráfico sujetándose con una mano los calzones que se les van cayendo mientras agitan la otra para decirnos adios, mujeres cargando canastas llenas de frutos silvestres y yuca, niñas acarreando haces de hierbas, hombres de  aspecto cansado con su inseparable machete al hombro,…y en dos ocasiones caballos, animal no muy frecuente por aquí según me decía el conductor. Y no me extraña pues de tan escuálidos y maltrechos que estaban, a su lado Rocinante hubiera parecido un apuesto corcel.

Toda esta carrera de obstáculos, agravada por el estado de la carretera, hizo que una de las niñas que viajaban atrás vomitara incontables veces y Diana tuviera que hacer de cuidadora y proveedora de bolsas y aire. Y yo no me escapé, en una de las innumerables curvas, al tiempo que el conductor esquivaba un coche de frente y me preguntaba algo sobre el trabajo en España, no pude mantener el tipo y también devolví mi desayuno a la naturaleza.

La llegada a Nieva fue como llegar a la tierra prometida, saltamos rápidamente del coche, pagamos y nos despedimos del señor y de las niñas que venían desde Chiriaco con nosotras para subir inmediatamente a un mototaxi que nos sacudió como una coctelera sin piedad por una calle  de bolos hasta dejarnos en el lugar en el que habíamos quedado.
Santa María de Nieva, del distrito peruano del Amazonas, nos recibe con una larga calle en su mayor parte de bolos de río, escurridizos y ruidosos que a veces saltan como balas al paso del tráfico,  que acaba, ya convertida en pista de hormigón, en la Plaza de Armas, como se llaman aquí todas las plazas importantes de cada municipio. Algunas calles son más transitables pero la mayoría están sin asfaltar, y el piso de piedras y barro, se convierte en pista de deslizamiento y campo de obstáculos cada vez que llueve. Me recuerda a esas ciudades de las películas del oeste que se han construido en poco tiempo, sin ningún plan urbanístico ni normas; con una acera (cuando la hay) de maderas para evitar el barro, con negocios pequeños de venta de todo tipo de artículos, juguerías (donde te sirven zumos –o jugos- de sabores) con pequeñas mesas cubiertas por un hule de indefinido color y dibujo, tiendecitas de ropa con maniquíes descoloridos y de anatomías exageradas, vendedores callejeros de canastas de peces, puestos de marcianos y adoquines (chucherías para los niños), mujeres sentadas en el suelo que venden yuca,…


Situada en la confluencia de los ríos Nieva y Marañón, la localidad está dividida por el primero, de manera que todos los días nos toca “bandear” el río, como llaman aquí a cruzar de una orilla a otra. Eso se hace en “pekes”, unas embarcaciones pequeñas, con un motor no muy potente y que, oficialmente sólo están autorizadas para llevar a seis personas, aunque algunas veces se excede esta carga. Al principio cuesta un poco  acostumbrarse a la inestabilidad y al bamboleo que hacen, sobre todo al subir y bajar, pero a la de dos o tres “bandeos” nos convertimos en expertas pasajeras equilibristas. Desde la canoa se ve otra  ciudad, la que construye al borde del río, con muchas de sus casas en un equilibrio inestable sobre una ladera de barro; la ciudad que ha abierto una brecha entre la selva y el torrente de agua que aquí, a causa de las lluvias, puede crecer en poco tiempo. Prueba de ello son algunas casas que dan al río, de las que solo quedan algunas maderas y una ladera como un tobogán marrón. Pero la terquedad del ser humano no tiene límites y construcciones nuevas se ven donde en otro momento, el río ya se cobró su precio llevándose con él los pocos enseres y tablas que aquí forman una casa.
Es difícil saber cuántos habitantes tiene este pueblo, porque al principio su fisonomía engaña. Aparte de esta ciudad “improvisada”, si abandonamos las calles más convencionales, se pueden descubrir los verdaderos barrios de esta zona. Ya hablaré expresamente de los awuajún o awarunas que eran los pobladores de esta zona de la selva antes de la llegada de los españoles, pero ahora sólo quiero hablar de sus construcciones.
Las casas nuevas como he dicho antes, se apelotonan en las orillas del río, son construcciones de madera que empiezan a usar e hormigón y el ladrillo y se rematan con un techo de calamina de color plateado cuando están nuevos y del tono del óxido cuando las primeras lluvias caen sobre ellos. Se talan todos los árboles y las calles quedan desprovistas del verde que tanto abunda por aquí. Pero el awajún construye su casa con una estructura de madera y un techo de yarina, que es la hoja de una palmera muy abundante en estas latitudes. Si la yarina está bien seca y trenzada, el techo es completamente impermeable y si la parte superior se cuida convenientemente, puede durar alrededor de diez años, creando un clima seco y fresco bajo él. Luego, se cierra con maderas alrededor o se deja prácticamente abierto. Aparte, un techado más pequeño mantiene tres palos que se van quemando por la punta para encender el fuego necesario para cocer la yuca o el plátano o cualquier cosa susceptible de ser cocinada. Poco más hay en la casa awajún, que se construye en medio de la selva, rodeada de plantas y árboles que generalmente dan algún fruto comestible. Por eso en los paseos, guiados por María Jesús, una madrileña laica que hace muchos años decidió instalarse en esta zona y vivir como una más, voy descubriendo que hay que recorrer grandes distancias por veredas estrechas para ir encontrando las casas de esos otro habitantes de este pueblo, que gusta de la independencia y que se organiza en comunidades pero dejando mucho espacio entre una familia y otra.
El awajún es recolector, así que sabe aprovechar de la naturaleza todos los recursos que encuentra. Las plantas los alimentan, los curan, les reparan las heridas, les hacen entrar en trance para conectar con sus ancestros o con las fuerzas y los dioses de la naturaleza misma. Pero esto será motivo de otra entrada porque sumergirse en esta zona de la selva amazónica es empezar a vislumbrar una sociedad  y una historia desconocidas para mí hasta ahora.


El alma de la Misión